La convocatoria a las elecciones generales de abril próximo paraliza los movimientos destinados a postergar los comicios o a reducirlos a una sola vuelta, en la línea de los avances del calendario democrático en la región, estimulado por las recientes elecciones dominicanas y la puesta en marcha del proceso electoral en Ecuador. Sólo un rebrote de los contagios de coronavirus, largo y extendido, impedirá que los peruanos voten el 11 de abril del próximo año.
Bajo esa tendencia, la discusión debería trasladarse a dos asuntos, la calidad del proceso electoral y la mejora de la legitimidad de inicio del próximo gobierno y Congreso, quedando claro que lo segundo depende en gran medida de lo primero.
La calidad de las elecciones implica atender varios frentes abiertos, antes de la cuarentena y agravados por ella. Respecto a la institucionalidad, será positivo que las elecciones sean organizadas por una ONPE que para ese momento contará con un nuevo titular y un JNE que en octubre de este año deberá haber culminado su tradicional reconstitución. Para ello es imprescindible que el Colegio de Abogados de Lima le entregue al JNE un representante con todas las garantías que esa responsabilidad exige, y que se resuelva el problema de la representación del Ministerio Público, habilitando probablemente a un fiscal supremo provisional.
En el plano de los partidos, se entiende las dificultades para la aplicación de algunas de las reformas aprobadas el año pasado, a razón de los plazos que imposibilitan la realización de las elecciones primarias abiertas. Sin embargo, los partidos insisten en empobrecer la selección de sus candidatos, persistiendo en los mecanismos que ya demostraron su peligrosa ineficacia, como las elecciones indirectas y cerradas, y se resisten a las elecciones convocadas por los organismos electorales. En este punto crucial queda claro, que mientras haya más discrecionalidad de las direcciones partidarias, se tendrá más posibilidades de un Congreso deficitario.
La designación de los candidatos presidenciales se complejiza, porque el proceso iniciado hace años, de partidos con inscripción legal pero sin candidatos, se ha generalizado. La reciente subasta de su candidatura presidencial que hiciera el Partido Morado patentiza la ausencia de una nueva política partidaria y que la clásica distinción, entre el elenco estable y nuevas alternativas, es ficticia.
Cuatro de los cinco precandidatos con mayor intención de voto aún no tienen partido fi jo para las elecciones de abril, de modo que predomina en los inicios del periodo electoral un elenco inestable de presidenciables, y por lo tanto la posibilidad de que el próximo presidente tenga una escasa presencia en el Congreso y una débil conexión con su partido. Luego de 30 años, el Perú podría elegir un presidente independiente hasta de su propio partido.
Finalmente, se tiene el desafío de la campaña electoral en sí misma. La pandemia es decisiva en la desmovilización del electorado, lo que podría conducir a la desmovilización de la oferta. Una elección “en frío”, no permitiría que los candidatos exhiban propuestas detalladas y compromisos específicos, de modo que los elegidos podrían recibir un cheque en blanco más cuantioso que nunca, sin haberse comprometido a casi nada. Este riesgo también incidiría en una rápida pérdida de legitimidad de los poderes elegidos el próximo año.